No sé si será la altitud o latitud de donde estoy, pero Bolivia sienta bien.
De las pocas cosas que no podemos decidir en nuestras vidas, una de ellas es donde nacemos.
Donde en casa es invierno, aquí apenas ha llegado el verano; las estrellas que antes veía han cambiado, ahora estoy en otro hemisferio del mundo; cuando me acostumbré a ver el agua caer en sentido antihorario aquí lo veo según las agujas de un reloj…
Pertenecemos al escaso 20% de gente que tiene acceso a salud, educación, vivienda y alimentación. Si por alguna casualidad hubiese nacido en el otro 80% del globo terráqueo, tendría un 10% de posibilidades de vivir en una pobreza extrema.
El mundo lo formamos 7.000 millones de personas, todas únicas, todas diferentes, pero todas bajo los mismos derechos humanos que nos amparan. Como persona privilegiada que vive en ese 20% poblacional me doy cuenta de que he crecido bajo la idea de una “igualdad” inexistente. Educo en valores, actitudes y comportamientos que rechazan la violencia y provienen los conflictos; pero la cultura de paz debería ser consustancial al ser humano, y los derechos que exigimos para uno mismo debería exigirlos para el otro. Por tanto, decido no educar, sino respetar los derechos de los niños, niñas, profesores, padres y madres con los que trabajo; porque solo mi nacionalidad se diferencia de ellos.
Escucho y aprendo; esté donde esté toda persona es siempre un extranjero menos en un sitio; sin embargo, hemos de tomar conciencia del otro para entender que todos somos iguales y pese a nacer en sitios distintos todos tenemos los mismos derechos humanos.