Aquel pueblo grande, suavemente ondulado y disfrazado de ciudad
Con los ojos cerrados, noto cómo un cosquilleo recorre cada una de mis entrañas al pensar que ya han pasado tres meses desde mi llegada a Montevideo, aquella ciudad sumergida en lo desconocido para mí y capital de un país del que apenas había oído hablar.
Aún recuerdo que el mismo día de mi llegada me aventuré a recorrer y perderme por las calles rotas y torcidas de la ciudad, hasta encontrar la famosa Universidad Católica del Uruguay (UCU). Preguntando por la calle me topé enseguida el calor y amabilidad de la gente, descubrí que los conceptos de “lejos” y “cerca” no tienen nada que ver con los míos y aprendí que la distancia se mide en cuadras y no en metros. Recuerdo entrar en la oficina de Asuntos Estudiantiles, curiosa y a la vez nerviosa por ver tantas caras nuevas. Tras una calurosa bienvenida, me presentaron a todas y todos los trabajadores y las distintas áreas de la oficina, más concretamente el área de Extensión Universitaria, que es aquella en la que iba a trabajar en el puesto de Educadora social. Según me explicaron, gracias a esa rama de Extensión, la UCU ha establecido un vínculo con numerosas instituciones y organizaciones, a raíz de las cuales se emprenden proyectos socio educativos y de servicio a la comunidad con los estudiantes de la universidad.
Aún con los ojos cerrados, recuerdo cómo fueron pasando las semanas y cómo los primeros días todavía no entendía bien mi labor en la oficina, pues la mayoría de los proyectos aún no habían comenzado y por lo tanto no había mucho que hacer. No obstante, gracias a ello pude mientras ir haciéndome poco a poco a la ciudad y abriendo mi huequito en la cotidianidad de Montevideo.
Hoy por hoy, abro los ojos y extraño aquellas primeras semanas de calma, pues actualmente participo en 4 proyectos, y por lo tanto formo parte de 4 equipos distintos con más estudiantes, siendo nosotros los responsables de crear, modelar y darle forma al proyecto. Estos están dirigidos principalmente a niños, niñas y adolescentes provenientes de contextos familiares y socioeconómicos vulnerables. Un día a la semana empleamos dos o tres horas en ir a la institución, que en mi caso es un colegio, un club de niños, un centro juvenil y una ONG que atiende a niños, niñas y adolescentes en situación de calle. Más tarde, durante una o dos horas otro día de la semana, la idea es reunirse con todo el equipo para evaluar y planificar las siguientes instancias. Los proyectos en los que participio consisten desde realizar talleres de expresión corporal o actividades de recreación relacionadas con el medioambiente con los niños y niñas, hasta sesiones de debate y creación de un mural con los adolescentes. Además, coordino junto con otra compañera dos grupos de extensión cuyos participantes son estudiantes de intercambio. Con todo ello, los proyectos arrancaron con fuerza y la rutina establecida desde entonces es la de ir corriendo de un lado a otro porque cuando las tropecientas reuniones de equipo no se solapan entre sí, entonces se solapan con otros proyectos, y viceversa.
Afortunadamente, cada proyecto y equipo correspondiente es un mundo distinto y cada uno es una fuente de retos y aprendizajes a través de los cuales se explora el trabajo en equipo, la creatividad, la paciencia, el compañerismo y la importancia de la planificación, entre otras muchas cosas. Resulta tremendamente satisfactorio ir viendo la evolución y los resultados de cada uno de ellos; y es impresionante cómo cada proyecto, cada institución y cada vínculo con los niños, niñas y adolescentes con los que te cruzas te hacen crecer, aprender y reflexionar, especialmente sobre las desigualdades y las diferentes realidades sociales que pueden llegar a existir en un mismo lugar.
Al mismo tiempo que se iba creando esa rutina de locura en la oficina con los proyectos y las reuniones, además de las distintas tareas dentro del área de extensión, también se iba creando fuera de esta a medida que me iba impregnando de la cultura montevideana en todas sus formas. Fui conociendo el centro, la ciudad vieja, los parques y los distintos barrios cercanos al centro. Y sin embargo luego me di cuenta de que aquello es sólo la mitad de Montevideo y que alejándome tan sólo unos kilómetros aparece una realidad social completamente distinta, oculta incluso para muchos uruguayos, y que he podido conocer gracias a los proyectos de extensión. Son dos Montevideos en uno, separados por prejuicios, estereotipos y por treinta minutos de autobús. Los primeros días, toparme con esa realidad me estremeció por dentro y removió cada rincón de mi mente impulsando aún más la necesidad que nos nace cada día de querer cambiar las cosas. Sin embargo, después de varios meses yendo y viendo las mismas casas techadas de aluminio, ese ruido en mi mente cada vez retumba menos y surge el miedo de estar acostumbrándome a semejante panorama.
Aún con todo ello, con sus desigualdades y sus contrastes, con sus calles y su gente, Uruguay tiene una esencia diferente. “El Uruguay es suavemente ondulado” escuché hace poco, y parece definir a la perfección este país. No sólo por sus características geográficas, ya que no tiene montañas que superen los quinientos metros de altura; sino también por el estilo de vida de su gente. Y es que efectivamente, todavía me cuesta vivir bajo el ritmo uruguayo, donde reina la calma y donde caminas a un paso más tranquilo, sabiendo que todo tiene solución siempre y cuando tengas un buen y ardiente mate para compartir. Fui aprendiendo que llegar 30 minutos tarde a las reuniones es normal y que la respuesta a un “¿qué tal?” siempre es un “todo tranqui”. Aprendiendo que compartir es la filosofía de vida dominante y que un “hola” general agitando la mano para saludar un grupo grande no sirve. Aquí saludas a todos y das besos a todos, que afortunadamente sólo es uno por persona. Fui descubriendo que la teoría de los seis grados de separación, aquella que afirma que cualquiera en la Tierra puede estar conectado a otra persona a través de una cadena de conocidos de no más de 5 intermediarios; en Montevideo se reduce a dos grados de separación. Para mí es como un pueblo grande, solo que disfrazado de ciudad, pero donde todos se conocen entre todos y donde está demostrado que aunque vayas a tomar algo al lugar más remoto y oculto de la ciudad, siempre vas a encontrarte con una cara conocida.
Sin darme cuenta y con los ojos cerrados, noto como esa esencia montevideana se ha ido colando por cada poro de mi cuerpo, acurrucándose y acomodándose poco a poco dentro de mí, hasta que de repente, cuando abro los ojos tres meses después, resulta que digo agarrar en vez de coger, ómnibus en vez de autobús y boliche en vez de discoteca. No hay un día que no escuche cumbia y el filete empanado de toda la vida se ha convertido en milanesa y es el plato oficial de cada día. Los quizás ahora son capaz, el boludo de vez en cuando asoma y las muletillas como ta y pa cada vez se cuelan más. Abro los ojos y tres meses después vivo con la lengua acartonada por quemármela todos los días con el mate, y aun así no puedo evitar salir de casa con el termo bajo el brazo. Y por si todo eso no fuera suficiente, de repente mi plan de domingo se convierte en disfrutar, en la misma esquina de mi casa, de la vibración que se te mete en el cuerpo y te hace bailar al son de los golpes de los tambores de candombe.
En definitiva, hoy por hoy y esta vez con los ojos bien abiertos, puedo decir que Montevideo es aquel pueblo grande, suavemente ondulado y disfrazado de ciudad, que poco a poco me ha ido conquistando hasta poder llamarlo hogar.
Andrea Martínez Naranjo