Les vengo a contar que yo en Nicaragua me siento constantemente como cuando caminas por la calle, pasas al lado de un juego de fútbol improvisado por unos niños y se les va la pelota afuera del campo. De repente esa pelota rueda hacia ti, que estás caminando a paso medio entorpecido porque no sabes si pararte o seguir y que la coja otro.
Los niños, que estaban a lo suyo, de pronto te miran todos a ti, señora extraña –señora adulta responsable aunque no hayas llegado ni a los 25–, esperando expectantes a que se la pases. Y creo que miente todo aquel que diga que no es inevitable sentirse un poco nervioso en esos segundos de protagonismo en un contexto ajeno al suyo. Hay emoción, pero también está el miedo de pasarla y mandarla aún más lejos de donde ya se les había escapado a ellos.
Como veis, mezclo el hablar de usted sin que me suene solemne, con el hablar de tú y que me suene raro. Algo del tiempo que llevo aquí tendrá que ver en todo esto. Pero sigamos.
El tema es que llegué a Managua a mitad de julio con la emoción de quien sabe que le toca pasar esa pelota. Lo de que no pensásemos que íbamos a cambiar el mundo nos lo grabaron en la mente el mismo día de la formación en Madrid, pero esa ilusión que nos había traído hasta aquí –igual un poco excesiva– movía algo muy bonito, empezando por unas ganas de darlo todo desde el minuto uno.
Y así aterricé. Con un vuelo cancelado y 14 horas más añadidas a un viaje que preveía durar 22. Algo parecía decirme que me preparase para vivir a otro ritmo, en donde “ahorita” no es un ahora más pequeño sino muuuucho más largo de lo que puede parecer.
Llegué también con la emoción de quien viene a hablar de su libro, pero pronto tuve que entender que esto iba de otra cosa. Me asignaron un proyecto medio improvisado, en el que me pidieron que coordinara el Sistema de Comunicación de la Facultad de Humanidades y Ciencias Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua en Managua, una especie de medio de comunicación interno donde los alumnos cubren las actividades que suceden en la universidad.
No era lo que esperaba, ni se asemejaba al proyecto que el año anterior había realizado mi amiga Isa, la voluntaria que estuvo trabajando en 2016 en la coordinación de la carrera de Comunicación para el Desarrollo, como Jesús y yo trabajamos ahora.
Como el proyecto no me motivaba lo más mínimo, traté de darle la vuelta. Sin dejar de cumplir con lo que me pedían quise transformarlo en una asignatura algo más elaborada, en donde hubiera más relación con la comunicación social y una conexión mayor con lo que a mi realmente me apasiona, para sentir que podía aportar algo propio. Fue así como arrancaron los talleres de los miércoles.
En estos últimos, preparo cada semana una formación práctica para compartirla con el grupo de 20 alumnos y alumnas que realizan sus prácticas en el Sistema de Comunicación. Hablamos de cómo hacer una pieza de televisión para la web con las herramientas que tenemos a nuestro alcance, de redacción de noticias, de fotografía, edición de vídeo o escritura creativa. Pero, sobre todo, les escucho. Trato de entender lo que necesitan, lo que esperan, lo que les motiva sin saberlo. En definitiva, trato de dejar en ellos lo que a mi me hubiera gustado que alguien compartiera en las chorromil horas lectivas que tuve en la universidad. Al fin y al cabo, no fueron hace tanto.
Por supuesto, es algo que hago con toda la modestia y el respeto del mundo. Nunca antes había dado clases y soy muy consciente de mis debilidades, pero afronto el reto con toda la ilusión que no pude depositar en el proyecto que me asignaron inicialmente.
A la par, la gestión del Sistema de Comunicación ha traído consigo muchas frustraciones, una manera de trabajar que choca constantemente con mi forma de ver y afrontar las cosas, y muchos quebraderos de cabeza que no me han hecho sentirme bien. Pero aprendo.
Y en esto de aprender y perseguir el equilibro me encuentro ahora. Por un lado, trato de no desgastarme con esa parte del proyecto que me frustra y me llevo a casa como una losa, pero también me emociono cuando veo resultados positivos con los alumnos cada miércoles. Y aquí, haciendo un pequeño inciso, me gustaría compartir el último de ellos:
Hace unos días, en el último taller, vino una periodista a hablar de lo que estaba sucediendo en nuestro aula. Algo hicimos bien (más ellos que yo, estoy segura) para que alguien se interese por escribir sobre lo que hace un grupo de 20 chavales estudiantes de comunicación con el blog Humans of UNAN, el cual creamos siguiendo el modelo de Humans of New York y sus réplicas por el mundo. En él compartimos las historias de vida de quienes pasan cada día por los pasillos de la universidad.
Fue una idea que surgió para poner en práctica lo que discutimos en un taller sobre la necesidad de entender que el trabajo de los periodistas y los comunicadores necesita ser más real y humano. Y tanto que si lo entendieron. Los alumnos lo comprendieron tan bien que me entregaron historias brutales y me enseñaron a mi lo que es Nicaragua a través de las personas que me cruzo día a día en esta burbuja universitaria. Una de esas historias se hizo viral en las primeras 24 horas y llegó a tener más de 30.000 likes en Facebook. Otras, con no tanta repercusión, también me dejaron un nudito en el estómago al leerlas.
Repito hasta la saciedad que es un proyecto suyo y solo suyo, pero me muero de ilusión por saber que pude dejar algo aquí que seguirá su curso cuando yo me vaya. Y de la universidad me llevo eso. Iba a decir que “solo” eso, por duro que suene, pero sería mentir. También me llevo las horas junto al Profesor Freddy, quien me pidió que le ayudara a organizar las XII Jornadas Universitarias de Desarrollo Científico de la carrera pero, sobre todo, con quien tengo la suerte de compartir a veces el rato del almuerzo.
Pablo, el camarero de la terraza donde solemos comer, que se aprendió mi nombre desde el primer día, nos sirve siempre con una sonrisa. Y así, entre quesadillas y el plato del día, Freddy me habla de los años en los que participó en la revolución, de cuando fue preso político y de lo que opina de la construcción del canal en Nicaragua. También me grita por los pasillos de la coordinación llamándome con un apodo peculiar, con el honor que eso supone, pues he descubierto que solo pone motes a quienes aprecia, aunque sea un poquito.
Tampoco puedo terminar esta evaluación de lo que he vivido aquí sin hablar de Jesús, con quien he compartido esta aventura desde el minuto uno y a quien le debo noches de consuelo en la terraza, risas desesperadas al borde del la lagrimita por lo surrealista que llega a ser nuestro día a día, algún que otro roce por pasar más tiempo juntos que Zipi y Zape y, sobre todo, una empatía brutal.
La suerte que hemos tenido de poder compartir esto juntos es evidente, y creo que en muchas ocasiones afrontar esto sola lo habría hecho mucho más difícil de lo que ya está siendo. Pero también, y esto es algo que hablamos a diario, ha sido una pequeña limitación para ambos. Seguimos siendo el pack de dos, la pareja de españoles que llegaron “a hacer algo a la UNAN”, que no se sabe muy bien si son estudiantes, profesores o qué, y que como siempre van juntos, no deben sentirse muy solos. Craso error. Quizá nuestro, por no haber sabido mostrar a los demás que sí nos sentimos solos y que sí hubiéramos necesitado que alguien nos sacara de casa de vez en cuando a tomarnos unas Toñas (la cerveza de aquí).
Salvando lo ya resaltado, no ha sido una buena experiencia la vivida en la universidad. Me atrevo a decirlo con esa contundencia porque a veces siento que la paciencia roza su límite y la mía hace tiempo que da prórrogas. Hace apenas tres días llegamos Jesús y yo a casa (vivimos en una casa de protocolo de la UNAN) y nos encontramos con que su habitación ya no era su habitación. Habían sacado todas sus cosas, las habían movido a otro cuarto –con la luz rota y cuatro camas apiladas unas encima de otras– y habían construido en ella cuatro literas. Ocho camas, para ocho chicas del equipo de fútbol femenino de la universidad.
Así, sin avisar, pasamos de vivir tres personas en casa a ser once. Ni hablar tiene que las condiciones de las chicas son mucho peores que las nuestras, y que podría hacerse un artículo entero sobre cómo el equipo de fútbol masculino de la UNAN tiene una casa propia y ellas duermen hacinadas en un cuarto de 12 metros cuadrados. Pero volviendo a lo más básico: nos hemos acostumbrado a los imprevistos y a las decepciones.
Pese a todo, me niego a pensar, a falta tres meses de subirme al avión de vuelta, que mi experiencia de voluntariado va a ser negativa. Por el camino he aprendido a gestionar mis frustraciones, a reconocer en mi cosas que no me gustan y esforzarme por cambiarlas, a mirar con más tolerancia y a entender desde dónde me miran y me hablan los otros. He aprendido, incluso, a difuminar esa idea de “los otros” que es tan fea a veces, aunque siempre seré “la chelita española”.
He aprendido que 3 pesos son 3 bananos y que un plátano no es amarillo sino verde, gigante y poco dulce. Que la vida no tiene tanta urgencia y que se puede vivir con algo de caos de por medio. Entre volcanes y lagos me he rodeado en este país de la naturaleza más impresionante que jamás había visto en mi vida. Me he visto boquiabierta al ver (y sufrir) que aquí al acoso callejero lo llaman enamorar. He entendido que el machismo es una lacra fuerte pero que hay mujeres que luchan duro cuando las cosas son más difíciles de lo que yo nunca pude imaginar. Que me río de la hora punta en Madrid en comparación con la “hora pico” de Managua, y que la calidad humana de las personas con las que he trabajado en la ONG con la que colaboramos Jesús y yo los viernes, es extraordinaria.
Hace poco imprimí y recorté un fragmento de una conversación de WhatsApp que tuve con mi amiga Isa, la misma de la que hablé un poco más arriba. Una noche de trasnoche en Managua, ya de día en España, me hablaba desde una empatía bonita tratando de responder a un mensaje en el que yo le había contado lo decepcionada que me sentía. “Te contaré una cosa muy buena de su cultura: la no presión. No pasa nada, nunca pasa nada por nada. La gente no se da mal por nada. Una vez te mueres, hasta entonces, todo es vida”. Lo he pegado a mi pared porque resume lo más bonito de todo esto. Crezco aprendiendo de algo que a priori, en el choque cultural, me frustra. Y en esas andamos. Como dicen aquí los nicas, “seguimos yendo al suave”.
Patricia Ruiz de Mingo
Patricia Ruiz de Mingo