Tanzania
Hola mi nombre es Paula Najarro Almaraz estudio Ingeniería Alimentaria en la ETSIAAB de la Universidad Politécnica de Madrid y actualmente me encuentro en Iringa (Tanzania) participando en el programa de voluntariado internacional de las UPCM junto con Agrónomos Sin Fronteras.
Llegar a Iringa en una pequeña avioneta fue como aterrizar en otro mundo. A cada esquina quería sacar una foto: las mujeres con sus prendas coloridas cargando cubos de agua, los masáis pastoreando vacas, cabras y burros, los niños saludando al borde de los caminos… Todo parecía sacado de una película. Así comenzó una experiencia que en un principio solicité casi por casualidad, respondiendo a un simple correo de la universidad, sin expectativas, y que al final se convirtió en uno de los capítulos más intensos de mi vida.
En mi primera semana descubrí un ritmo de vida distinto y a la vez inspirador. Cada día, después de visitar escuelas o aldeas, compartía con mis compañeros y con la comunidad el ugali, ese plato básico de maíz que pronto se convirtió en mi almuerzo diario. El ugali es mucho más que comida: es identidad, es encuentro y es la base de la alimentación de la mayoría de las familias tanzanas.
Madre con su hijo durante la visita a la escuela e invernadero en la aldea.
Al principio me sorprendió la sencillez de las rutinas: ir al mercado, subirse a un bajaji para desplazarse, aprender a regatear o a pedir en suajili, sentir cómo el día a día se construye entre pequeños gestos. Fue cansado al inicio —sobre todo por el idioma, entre inglés y suajili—, pero la hospitalidad de la gente hizo que nunca me sintiera sola.
Mi labor en Agrónomos Sin Fronteras fue variada. Hice informes, ayudé en inventarios de las fincas de la ONG y visité aldeas para ver el progreso de los huertos liderados por mujeres. También pude participar en talleres de siembra y en sesiones donde enseñábamos nuevas formas de cocinar los productos del huerto para aprovechar mejor los nutrientes.
Uno de los momentos más significativos fue entrar en las cocinas escolares. Algunas eran muy antiguas, con las paredes ennegrecidas por el humo; en otras ya se notaba el cambio con cocinas mejoradas, lavamanos y huertos. Comprendí que no se trata solo de comer: una escuela con un comedor digno también es una escuela donde los niños aprenden mejor, y donde las familias se sienten más seguras enviando a sus hijos.
En estos meses he visto que las mujeres son motor de cambio. Lideran huertos, impulsan mejoras y transmiten a los niños las ganas de aprender y avanzar. Su papel en la comunidad es fundamental, y participar de su esfuerzo me ha hecho valorar aún más la importancia de la igualdad y la educación.
A nivel personal, venir sola fue un reto. Todos contribuyeron a que me sintiera como en casa, pero reconozco que habría sido más fácil compartir la experiencia con alguien de mí mismo idioma. Aun así, fue un aprendizaje: hablar, equivocarse, volver a intentarlo, y descubrir que la comunicación va mucho más allá de las palabras.
Los fines de semana, además del trabajo, tuve la oportunidad de descubrir paisajes impresionantes y rincones de Tanzania que me recordaron la riqueza cultural y natural del país. Desde los mercados llenos de color hasta los trayectos en bajaji, cada día fue una aventura.
Cuando pienso en cómo llegué aquí —sin expectativas, casi por sorpresa— y en lo que me llevo ahora, entiendo que este voluntariado no ha sido solo una estancia en otro país, sino un viaje personal. He aprendido que alimentar mejor también es educar mejor; que un huerto o una cocina no son solo infraestructuras, sino semillas de futuro; que detrás del humo y del esfuerzo hay esperanza y ganas de crecer.
Me marcho con la certeza de que lo vivido en Iringa me acompañará siempre, y con la ilusión de que más estudiantes se animen a vivir experiencias así. Porque al final, el voluntariado no es solo lo que tú das, sino todo lo que recibes.
Participantes de la comunidad después de una sesión sobre huertos liderados por mujeres.