Audiovisual ethnography for social change, Kampala International University, Uganda
A los veinticinco años me he enterado que soy “muzungu”. No es que no me percatase en toda mi vida de ser blanca, es que no podía haber imaginado que los africanos tuviesen una palabra para diferenciar al extranjero pálido. A Kampala llegué con una carrera, dos máster, mi cámara y con la humildad de quien no sabe aún nada de la vida: quería descubrirlo aquí, en medio de la África oriental. Quería descubrirlo por mis propios ojos, por mi propio tacto, a través de mis sentidos y de mi objetivo 50mm – el sexto e imprescindible de cualquier documentalista – y sobre todo, quería un trueque justo: dar lo mejor de mi en la misma proporción que Uganda iba a abrirse en canal para atraparme.
Las misiones eran varias. En primer lugar, ser parte del apoyo docente del seminario “Audiovisual ethnography for social change” llevado a cabo desde la Oficina de Cooperación de la UC3M, dentro del proyecto “Memoria e imagen de los pueblos de África”. El proyecto combinaba mis dos pasiones – precisamente, imagen y memoria, por ese orden – y sólo me faltaba hacer que el continente africano se convirtiese en mi tercera pasión. Eso lo logró la responsable de todo, Alejandra Walzer, quien consiguió transmitirme desde el primer momento el amor inmenso por África, por el trabajo docente en el ámbito de la transmisión y preservación de la cultura y sobre todo, el amor por lo que viajar conlleva: conocer, experimentar, ceder, convertirse, transformar, crecer. Alejandra tiene ese tipo de magia que hace del mundo un lugar mejor. Una magia inquieta, persuasiva y constante. A ella me uní con un entusiasmo sin medida, dispuestas a impartir durante tres semanas un seminario con el que los alumnos de KIU (Kampala International University) pudiesen mejorar y poner en marcha sus dotes cinematográficas para aprender a hacer videos etnográficos.
Mucho me habían hablad o de lo bonito de la docencia pero sólo experimentarlo te hace entenderlo. Los chicos y chicas asistentes a las clases se convirtieron en la más grata satisfacción por el trabajo. Su entusiasmo y respeto por lo que vinimos a contar, su interés, su trabajo, su ansía de descubrimiento nos llenó de esperanza. Con pocos medios se agudiza el ingenio, así que de esta manera me enfrenté a un mundo donde el acceso a las cámaras y material audiovisual es difícil. Decidimos simplificar y pragmatizar, que no es otra cosa que esquivar trabas y buscar soluciones. Los alumnos y alumnas están aprendiendo a rodar documentales con sus smartphones, aprendiendo a priorizar el contenido, no sólo la forma, aprendiendo a que con poco se puede lograr mucho. Hacer documentales, documentar la realidad que te rodea, no es otra cosa que establecer un punto de vista para cambiar el mundo. La imagen – la fotografía – , que para mi siempre ha significado la democratización de la inmortalidad, es también, más otorgándole movimiento, la democratización de la conservación de la historia. El hecho de que los chicos y chicas, en su mayoría estudiantes de comunicación, aprendan la importancia que conlleva en un mundo globalizado preservar la cultura propia tiene un valor incalculable.
Kampala es una ciudad inviable para ser caminada. No hay opción de paseo: o coges un boda, o matatu, o Uber. A pie no puedes llegar a ningún lado: no existen las aceras. Todo son cuestas, todo es caótico. El tráfico hace imposible el arte de andar. Su geografía desafía cualquier trazo de geometría: no tiene forma. Las casas, los barrios, las calles, están dispuestas según antojos dispares. Laberíntica y desafiante. El sentido de la orientación desaparece. Has de nacer en ella para entenderla y practicarla. Esto es lo que primero analicé a mi llegada y es lo que precisamente descubro que ahora hacen los chicos y chicas. Sus documentales, con diferentes temáticas alrededor de la ciudad, les está llevando a practicar el entorno de una manera diferente, desde unos ojos nuevos – la cámara – con intención exploradora y preservadora. Nadie mejor que ellos, cuya sangre brota del mismo Nilo, tienen la potestad para encapsular, analizar y cuestionar la realidad en la que viven. Darle las herramientas cognitivas para hacerlo fue nuestro trabajo, pero el amor, la perseverancia y la lucha – porque hacer cine de cualquier modo siempre es luchar por hacer un mundo mejor – fue tarea suya. Ellos se llevan el placer de redescubrir de dónde vienen y dónde están y yo el placer de adaptarme a lo que nunca me imaginaba poder: el caos.
Esa era la segunda misión: enamorarme. De las calles, de las gentes, de la vida en general. Atraparlo todo con mi cámara, conversar, convivir, coexistir. Adaptarme y ser feliz, incluso cuando la luz se va por un día entero. Incluso cuando piensas que vas a perder tu vida de tanto coger moto sin casco en el desastroso tráfico de la capital. Amar lo humano, las mujeres pelando cebollas en los mercados, los niños corriendo por las calles, los pescadores echando las redes en el lago Victoria. Mis alumnxs captando todo como auténticos documentalistas.
Grabar, fotografiar, capturar, capturar, capturar. La misión definitiva. Gigabytes y gigabytes sobre Kampala un 2018 cualquiera. Y al final, pese a la fuerza de lo audiovisual, la paradoja de la memoria. Donde mejor queda grabado, en la mente.